San Francisco

 

San Francisco
Por: El Amado Señor Koot Hoomi (Del Libro “Dulzuras de Kashmir”)

Este día, al ser dedicado a la conmemoración de Francisco de Assisi, las mentes, corazones y conciencia de gran parte de la humanidad reflexionan, con bondad, con reverencia y quizás con un poco de asombro, sobre aquella fase de Mi expresión de vida.

Debido a que esta conciencia masiva está dirigida hacia las experiencias de Francisco, mueve los registros akáshicos dentro de Mi propia conciencia y cobra vigencia nuevamente la dulzura y belleza que tuve el privilegio de sentir al tocar el borde de la Conciencia Crística.

En Assisi, pertenecí a una clase denominada -por la mente de los sentidos- “la nobleza” y, sin embargo, ese título era superficial y carente de todo significado interno. Recuerdo muy bien, durante aquellos días de alegría y despreocupación de mi juventud, cómo a veces ejercía presión sobre Mí un hálito pasajero, que contenía una esencia y un sentimiento ilusorios de otro reino, al cual, de alguna manera, sentía que una vez había pertenecido. A medida que esta experiencia se intensificaba, la “riqueza” de Mi vida perdía su encanto sobre Mis sentidos, y una inquietud comenzaba a crecer dentro de Mí, que me impulsaba a ir más y más hacia la bella campiña, donde Mi Alma parecía experimentar una paz temporaria, y este anhelo y fuego indagador dentro de Mí, era por el momento, apaciguado.

Aún recuerdo cuando recostado sobre el verde césped junto a un pequeño y claro arroyo, oía el susurro del viento en la arboleda sobre Mi cabeza, mientras que Mi alma, aunque aún encadenada al cuerpo, flotaba sobre el borde de la eternidad, yendo, yendo, yendo hacia un indescriptible e inexplicable “ALGO”, que Yo desconocía, pero que Mi alma, por sí misma, buscaba, sin hacer caso a la razón.

Durante esos meses y años, cuando el cuerpo y el alma no se llevaban bien, fueron tiempos extraños y agitados, ya que cuando el cuerpo buscaba sus placeres, el alma se angustiaba, y cuando el alma se libraba de las ataduras de la carne -con la intención de realizar una búsqueda individual que la razón no podía entender -el cuerpo, cual niño enfadado, refrenaba sus alas encadenadas, y deliberadamente ponía obstáculos ante su búsqueda ascendente. No había paz dentro de Mí y, según Mi familia y amigos, no había paz a Mi alrededor ni en Mi compañía, pues me encontraba entre la obediencia a estos dos factores, los cuales parecían determinados a asegurarse la supremacía sobre Mi salida y Mi retorno.

Este día del que hablo – cuando el cielo estaba azul y el viento no era fuerte, sino más bien una brisa que jugaba entre las hojas de los árboles- el alma dentro de Mí (que siempre recibía un gran ímpetu en la Catedral de la Naturaleza) estaba ascendiendo y Mi yo externo, como un varón de buen carácter, despectivamente le permitió unas pocas horas de libertad. De repente, durante su vuelo entrecortado y con deslices, buscando e intentando alcanzar, vino una gran Luz, y dentro de ella estaba el perfumen, la plenitud de todo lo que Mi alma había estado buscando.

Dentro de ella, también, se hallaba un hermoso Ser, cuya silueta se tornaba más clara a medida que el temblor de Mi corazón se apaciguaba y, en ese momento, vi el rostro más bello que Dios haya creado. Entonces, de alguna manera supe que en esa Presencia majestuosa Yo me estaba viendo a Mí mismo en la forma que estaba destinado a alcanzar, y las palabras pronunciadas tantos siglos atrás, inundaron Mi memoria: “Este es mi amado hijo, con quien yo estoy muy complacido” y también me di cuenta que esta visión resplandeciente colocada ante Mis ojos era un ejemplo del Padre para mostrar en lo que todo ser humano debería convertirse.

El gran Maestro Jesús (ya que era Él) no pronunció palabra, y sin embargo el amor que irradiaba de Su Presencia me llenaba con un coraje, una fuerza y un sentimiento de que, de la masa informe que yo era entonces, se podría dar forma a un ser como Él. Sentí la Presencia del Padre y supe que en Jesús, el Padre nos había dado una gloriosa manifestación de Sí Mismo, con la esperanza de que pudiera traer a nuestra memoria la gloria que tuvimos con Él, en el comienzo.

La visión se desvaneció y sentí que ya no me encontraba solo, sino que tenía un propósito y una memoria que se convirtieron en el impulso de Mi vida. Nunca más surgió algún cuestionamiento, sino que todo Mi ser debía ahora abocarse a convertirse en el Hijo. Supe que no sólo el Padre, sino que también el amado Jesús llenaron Mi espíritu a partir de aquel momento, y que todos los milagros que se le han acreditado a “Francisco”, no son sino la bendición de la Santísima Trinidad, la cual, a través de Mí, trabajó para traer a la atención de la humanidad, una vez más, el ejemplo del Hijo amado con quien el Padre estaba muy complacido.

Quizás esta charla amena y sencilla les pueda dar, mis amigos, un poco de coraje y confort, y quizás -en un sentido más elevado- “un propósito”.

¡Les ofrezco la bendición que se ha asociado con Mi nombre!

Que el Señor los bendiga y los guarde.

Que les muestre Su rostro y tenga misericordia de ustedes.

Que dirija Su semblante sobre ustedes y les dé Paz.

Que el Señor los bendiga. Amén.